jueves, 3 de marzo de 2011

El aviador

La tarde se deshilachaba como una nube de algodón, rosa, ligera y dulce, tras las primeras luces de la noche. Observaba el trasiego de la gente, a ratos apurada, a ratos indolente, que deambulaba por la enorme explanada de tierra y piedras. Los sonidos del ambiente se mezclaban con esa multitud de voces, demasiado lejanas para resultar atronadoras, un simple murmullo de abejas obreras que casi lo tranquilizaba. Sonriendo con satisfacción oteó una vez más el panorama para asegurarse de que nadie se había fijado en él y su pequeño puestecito, le encantaba su trabajo.

Se giró hacia el interior oscuro de su caseta y se dedicó a reacomodar los trofeos delicadamente, casi con mimo, mientras les hablaba de su día, otro como tantos, otro único. Por eso no la vio venir. Por eso, lo primero que le golpeó fue su olor. Un olor a rayos de sol de una tarde de mayo, a las gotas de lluvia que se enredan en la hierba tras la tormenta, a columpios y papel pinocho, un olor a ganas de feria.

Leo se calzó su mejor sonrisa, la que reservaba para sus mejores clientes y se giró. Por un momento, contempló desconcertado una cinturilla escuálida, mientras sus ojos ascendían rápidamente otro metro y pico para toparse con las pecas más bonitas del mundo. Definitivamente, eso no era un niño.

- ¿Cuánto pides por el aviador? – preguntó Clarette con su voz de jilguero.

- Yo...em...uh...No...No está a la venta – aturdido todavía, Leo contestó a trompicones. ¿Qué le estaba pasando?

Clarette gorjeó con su risa de campanillas, la que hacía que se ablandasen incluso los negros ojos de Selene, e iluminó la caseta con su luz de amanecer.

Leo, desarmado, solo podía contemplarla, intentando imaginarse de dónde venía ese olor a manzana de caramelo si el puesto de la vieja Puri hacía tiempo que no los acompañaba.

- Bueno, entonces, ¿cómo puedo ganármelo? – Clarette continuaba con sus inmensos ojos clavados en el peluche, un osito marrón de lo más normal, tocado por un pequeño gorrito negro con gafas de aviador y una raída bufanda que había conocido tiempos mejores.

A Leo le hubiera gustado decirle que ya se lo había ganado. Que se había ganado el puesto entero, incluido él, solo por el mero hecho de haberle alegrado el día, la semana y la vida. Pero por su honor de feriante el premio debía ganarse, así que indicó, aturullado, la pequeña montañita de pelotas multicolores.

- Tienes que tirarlo – susurró apenas, sintiendo como se fundía en su rubor

- ¡Oh! – exclamó Clarette abriendo mucho los ojos, tanto, que él temió que se le desbordaran- ¡qué cosa tan horrible!¿Cómo va a querer volar conmigo si le tiro pelotas?

- ¿Volar contigo?- Leo estaba desconcertado, no sabía si lo que tenía enfrente era una lunática o la mujer más maravillosa del mundo.

- ¡Claro! ¿Para qué voy a querer un oso aviador si no es para volar conmigo?- ahora el desconcierto se relejaba en la cara de Clarette, como si aquello fuera lo más obvio del mundo.

La frente arrugada de Clarette acabó de rematar al pobre Leo. Angustiado, quiso borrar esa mueca de su rostro, alisarle la frágil piel pasándole el dedo, borrar cualquier dolor que pudiera amenazar ese pequeño cuerpecillo. Y Leo, que nunca nunca nunca había traicionado su honor de feriante, desde que el padre de su padre heredase el pequeño puesto, claudicó.

- Haremos una cosa, ¿de acuerdo?- Leo sonrió con la mera idea de hacer algo que pudiera agradar a aquel maravilloso ser- Puedes tirar cualquier otro objeto del puesto y, si me dejas que te compre palomitas de colores, te quedas con el oso.

Los ojos de Clarette relampaguearon de gozo y un pequeño hoyuelo se dibujó en su mejilla.

- Me parece un trato justo- replicó con fingida dignidad mientras, con su sonrisa de niña pequeña, cogía una de las pelotas de colores y apuntaba, directamente, a una avioneta amarilla de metal.

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