lunes, 24 de septiembre de 2012

Los niños perdidos


Pegó una última calada al porro y tiró la chusta suspirando. Ya casi no sentía su estupor, esa maravillosa sensación algodonada que le ayudaba a llevar la carga sobre sus hombros. "Quizá esta noche debería buscar algún otro consuelo, algo sintético". Calándose la capucha para evitar la débil llovizna, cruzó el oscuro callejón arrastrando los pies, hasta la puerta del antro donde esa noche había decidido beber hasta perder el sentido o vomitar, lo que ocurriese antes.

El calor de cientos de cuerpos apretujados en un angosto espacio lo golpeó como una bofetada, intensificado por el atronador ruido que lo envolvía, como una manta. Esquivando cuerpos que se agitaban en la oscuridad, se lamentó de haber elegido aquel lugar. "Lleno de niñatos", masculló. Jóvenes en busca de una identidad, siguiendo una moda, o, simplemente, intentando escandalizar a papá y mamá. Crestas, cabezas rapadas, tachuelas, cadenas, algún color de cabello imposible y rabia, mucha rabia. Rabia tan densa que se podría embotellas. Hormonas en estado puro.

Abriéndose paso a empellones, esquivando los cascos de litros rotos en el suelo, llegó hasta la barra. Haciendo un fortín con sus codos, se inclinó hacia la camarera, demasiado preocupada en parecer gótica como para advertir su presencia.

- ¡Ponme un mini!
- ¿¡QUE!?
- ¡¡¡UN MINIIIII!!!

Gesticulando hacia el cartel de precios, hizo el gesto de beber. Por fin, la camarera pareció entenderlo o, quizá, se digno a ello. Conseguido su trofeo, se giró hacia la masa dispuesto a calmar su sed mirando con absoluta indiferencia a esos seres de otro mundo, esos que se llamaban humanos, como él mismo unos años antes, y que ahora le resultaban lejanos, repulsivos, peligrosos.

Mientras bebía, una sensación incómoda se iba apoderando de él, como una china que le quemara los dedos. Se giró, buscando el motivo de su desasosiego y, entonces, la vio.

Parada en medio de la multitud, absolutamente inmóvil, lo miraba con una fijeza que helaba la sangre. Escondida entre las sombras, su pálida piel brillaba con una especie de tremor fantasmal, demasiado blanca incluso en la cerrada oscuridad del local. En sus dedos brillaba un punto rojo, una brasa, supuso, aunque hacía casi un año que no se podía fumar en los locales. Nadie parecía notarlo.

De hecho, ni siquiera la tocaban. En los altavoces atronaban Rammstein, los niños botaban como locos, y nadie la golpeaba. Parecía irradiar un campo magnético a su alrededor que los repelía a todos. Excepto a él.

De repente, sentía la necesidad imperiosa de acercarse, de hablar con ella, de tocarla. "¡NO!". Aquello no podía ser. No podía pasarle. No ahora. No a él.

Antes de que se diera cuenta, estaba avanzando hacia ella.

- ¿Qué miras?- espetó, más enfadado con él mismo que con ella.
- A ti - respondió ella simplemente, sin parpadear.
- ¿Y se puede saber por qué? - la irritación iba creciendo a medida que se sentía más y más vulnerable al lado de esa chica.
- Sí - dijo ella, sin apartar los ojos de los suyos - porque yo antes estaba como tú.
- ¿Como yo?¿Y qué mierda sabes tu de cómo estoy yo?
- Perdido.  

lunes, 4 de junio de 2012

El juego

Selene adoraba el juego. El juego era la mejor parte. Esa feria de egos, ese choque de ingenios y vanidades que se medían, se rozaban lascivas sin llegar a tocarse, midiendo el hambre ajena con palabras mordaces. Le encantaba ponerse su traje de pantera y salir a cazar furtivamente, buscando insaciable un nuevo contrincante, una nueva presa, víctima y a la vez verdugo de ese carrusel de sonrisas, charlas insulsas, silencios, carcajadas y disertaciones que tanto la divertía, esa odisea cuya Ítaca siempre era de sábanas blancas. A veces le gustaba hacerse el ratoncillo, víctima inocente de ojos acuosos, solo para dar un zarpazo mortal en el momento más inesperado. Otras, se escondía tras la maleza de color cereza de su copa, observando y acechando, midiendo a su víctima tras enigmáticas sonrisas mientras decidía lánguidamente si merecía el esfuerzo devorarla. Y es que a Selene la perdía el juego. Porque, ¿de qué servía un animal salvaje una vez enjaulado?

lunes, 21 de mayo de 2012

París



Anoche soñé con París, ¿te acuerdas?Aquel viaje intempestivo en mitad de un momento no precisamente idóneo, aquel viaje que lo cambió todo sin que pasara nada. ¿Recuerdas?

El destartalado autobús, las largas horas de camino,tu walkman y mi discman, tus cintas y mis cds, auriculares enredados como los cambios de asiento que buscaba una comodidad esquiva, una confidencia que corría de boca en boca a murmullos rápidos, parada y fonda en lugares tan anónimos como nosotros mismos, furtivos, de noche, o espantados por el Sol de una mañana que no sabíamos cómo había llegado.

Y París...¡París! Misteriosa, fría amante de piedra y nubes grises, con un chal de neblina roto por el oro de sus pendientes de luz; sus puentes, todos ellos mágicos, o la magia que nosotros creíamos ver en cada esquina. Su olor a pan caliente y a nutella saliéndose del crêpe, a siglos de historia y avenidas rectas, nos terminó de volver locos aquella noche de desvelo, tumbados sobre la hierba mojada de aquel parque, contando estrellas.

La noche se hizo nuestra y con ella lo imposible. Mil almas al calor de algo que no se podía ver, pero que se sentía, una corriente eléctrica que cruzaba el aire de tu ventana a la mía e iluminaba todo lo que le salía al paso. Ahogada en el pozo de tus ojos, arropada por tu olor, la noche en vela más inocente que nos quedaba, nos velamos separados por un abismo de dos centímetros de piel con piel, ardiendo sin tocarnos.

Y la certeza, la promesa loca y la seguridad de que nuestro era el futuro, de que no podía ser otra cosa sino un nosotros, más pronto que tarde pero, al fin y al cabo, al final del camino, los recodos de la vida nos encontrarían juntos. Esa certeza de que era nuestro destino, como de esos héroes del determinismo que tanto nos gustaban.

Quiza por eso anoche soñé con París, porque ya nos quedan héroes, ni puentes, ni pozos, sólo recuerdos y medio futuro.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Modernos

Me hace gracia esta moda de los modernos, mire usted. Creía que iba a ser cosa pasajera, de dos telediarios, pero los jodíos parecen multiplicarse por esporas o algo así: cada día son más los que me cruzo por la calle, en los bares, en los perfiles de mis conocidos en Facebook. Y me hacen mucha gracia.

Veo a todos estos previamente pijos-perroflautas-punkies-rockeros-emos con sus jerséis de rombos y sus gafas de pasta tamaño XXXXL, algunos sin necesitarlas, y me entra la risa. Me entra la risa no sólo por su camaleónico estilo, que cambia según las modas como cambian las estaciones del año en mi querida Murcia (de forma radical, sin avisar, y siendo "más más" pijo-perroflauta-punkie-rockero-emo que nadie). Me da risa porque, tras años de seguir a la manada, parece que se crean únicos y diferentes.

¡Diferentes, dicen!Se visten en manada como aquellos a los que, probablemente, acosaran en el colegio, riéndose de ellos por ser...sí, diferentes. Pretenden ser algo que nunca fueron, algo que consideraban tan ofensivo como para despreciar a otros por ello, a base de ropa de Zara, Bershka o cualquier otra gran cadena mayorista, presente en cientos de países con las mismas decenas de modelitos que ellos creen únicos.

Se visten con ropa de sus abuelos, que ahora le llama vintage y es cool; ven pelis europeas en V.O, cuando antes iban a todos los estrenos de la saga "American Pie"; y pasean bajo el brazo el "Ulises" de Joyce o "La Metamorfosis" de Kafka cuando antes se enorgullecían de no haber leído un libro en su vida. En resumen, se han convertido en copias industriales de aquellos a los que antes se las hicieron pasar putas.

"Es que lo críos son crueles", dicen. ¿Y los adolescente?¿Y los no tan adolescentes?"Es que estábamos buscando nuestro lugar en el mundo, nuestro yo". Vale, a los 13; vale, a los 18; vale, a los 20...pero, ¿a los veintipico-treintaitantos?¿Y qué excusa pondréis cuando cambie el viento y seáis, vete tu a saber, skaters?

Por eso me hacen mucha gracia cuando los veo, tratando de ser diferentes con sus camisetas "Made in Taiwan", con sus cds (o vinilos, que ya es lo más) de grupos que no habían escuchado en su vida pero que ahora, de repente, son sus favoritos "desde siempre" y sus zapatillas retro imitación de las J'Hayber que nunca tuvieron porque entonces lo que molaba era tener unas Adidas o unas Nike.

Y es que ser diferente no es algo que se compre en los centros comerciales, ser diferente no es ser moderno. Ser diferente es algo con lo que, por suerte y en muchos casos por desgracia, se nace. Ser diferente es ser discriminado, ser diferente es no tener amigos o tener muy pocos, ser diferente es una adolescencia jodida, ser diferente es sentirte solo y fuera de lugar muchas veces, ser diferente es complicado. Hasta que encuentras a otros diferentes, como tu, y entonces te das cuenta de que no eres diferente, eres auténtico.

Por eso me hacen mucha gracia los modernos, antes pijos-perroflautas-punkies-rockeros-emos, todos como borregos, muchos habiéndose reído de los que antes eran como ahora son ellos. Por eso me hacen puta la gracia los modernos.

martes, 19 de abril de 2011

Los sueños me escupen realidades incómodas

Los sueños me escupen realidades incómodas a la cara. Me atacan, vulnerable, dormida, jadeando miedo e incoherencias. Me despiertan, crueles, sudor frío en la sofocante habitación. Y el terror, el terror de que no sea sólo un sueño. Me escupen secretos escondidos que no puedo tragar despierta, porque las arcadas son demasiado profundas y nunca he llevado demasiado bien el dolor de estómago.

jueves, 3 de marzo de 2011

El aviador

La tarde se deshilachaba como una nube de algodón, rosa, ligera y dulce, tras las primeras luces de la noche. Observaba el trasiego de la gente, a ratos apurada, a ratos indolente, que deambulaba por la enorme explanada de tierra y piedras. Los sonidos del ambiente se mezclaban con esa multitud de voces, demasiado lejanas para resultar atronadoras, un simple murmullo de abejas obreras que casi lo tranquilizaba. Sonriendo con satisfacción oteó una vez más el panorama para asegurarse de que nadie se había fijado en él y su pequeño puestecito, le encantaba su trabajo.

Se giró hacia el interior oscuro de su caseta y se dedicó a reacomodar los trofeos delicadamente, casi con mimo, mientras les hablaba de su día, otro como tantos, otro único. Por eso no la vio venir. Por eso, lo primero que le golpeó fue su olor. Un olor a rayos de sol de una tarde de mayo, a las gotas de lluvia que se enredan en la hierba tras la tormenta, a columpios y papel pinocho, un olor a ganas de feria.

Leo se calzó su mejor sonrisa, la que reservaba para sus mejores clientes y se giró. Por un momento, contempló desconcertado una cinturilla escuálida, mientras sus ojos ascendían rápidamente otro metro y pico para toparse con las pecas más bonitas del mundo. Definitivamente, eso no era un niño.

- ¿Cuánto pides por el aviador? – preguntó Clarette con su voz de jilguero.

- Yo...em...uh...No...No está a la venta – aturdido todavía, Leo contestó a trompicones. ¿Qué le estaba pasando?

Clarette gorjeó con su risa de campanillas, la que hacía que se ablandasen incluso los negros ojos de Selene, e iluminó la caseta con su luz de amanecer.

Leo, desarmado, solo podía contemplarla, intentando imaginarse de dónde venía ese olor a manzana de caramelo si el puesto de la vieja Puri hacía tiempo que no los acompañaba.

- Bueno, entonces, ¿cómo puedo ganármelo? – Clarette continuaba con sus inmensos ojos clavados en el peluche, un osito marrón de lo más normal, tocado por un pequeño gorrito negro con gafas de aviador y una raída bufanda que había conocido tiempos mejores.

A Leo le hubiera gustado decirle que ya se lo había ganado. Que se había ganado el puesto entero, incluido él, solo por el mero hecho de haberle alegrado el día, la semana y la vida. Pero por su honor de feriante el premio debía ganarse, así que indicó, aturullado, la pequeña montañita de pelotas multicolores.

- Tienes que tirarlo – susurró apenas, sintiendo como se fundía en su rubor

- ¡Oh! – exclamó Clarette abriendo mucho los ojos, tanto, que él temió que se le desbordaran- ¡qué cosa tan horrible!¿Cómo va a querer volar conmigo si le tiro pelotas?

- ¿Volar contigo?- Leo estaba desconcertado, no sabía si lo que tenía enfrente era una lunática o la mujer más maravillosa del mundo.

- ¡Claro! ¿Para qué voy a querer un oso aviador si no es para volar conmigo?- ahora el desconcierto se relejaba en la cara de Clarette, como si aquello fuera lo más obvio del mundo.

La frente arrugada de Clarette acabó de rematar al pobre Leo. Angustiado, quiso borrar esa mueca de su rostro, alisarle la frágil piel pasándole el dedo, borrar cualquier dolor que pudiera amenazar ese pequeño cuerpecillo. Y Leo, que nunca nunca nunca había traicionado su honor de feriante, desde que el padre de su padre heredase el pequeño puesto, claudicó.

- Haremos una cosa, ¿de acuerdo?- Leo sonrió con la mera idea de hacer algo que pudiera agradar a aquel maravilloso ser- Puedes tirar cualquier otro objeto del puesto y, si me dejas que te compre palomitas de colores, te quedas con el oso.

Los ojos de Clarette relampaguearon de gozo y un pequeño hoyuelo se dibujó en su mejilla.

- Me parece un trato justo- replicó con fingida dignidad mientras, con su sonrisa de niña pequeña, cogía una de las pelotas de colores y apuntaba, directamente, a una avioneta amarilla de metal.

lunes, 7 de febrero de 2011

Tardes de enero

Les gustaba hacerse un pequeño fortín de mantas y amor en el sofá, sobre todo los domingos de enero por la tarde. Se atrincheraban entre cojines, besos y latidos acelerados y así aguantaban las embestidas de las tardes azules y violetas que morían desde su ventana. Ella refugiaba su pequeño cuerpecillo apretándose contra él, su pelo reptando en curvas imposibles por su pecho, un caos de piernas y brazos enredados. Solo existía el sonido de su corazón y los colores de la muerte de otro día de enero. A veces le gustaba que fuera él quien buscase refugio en su pecho, como el niño pequeño que se asomaba a sus ojos cuando reía y hacía que se fundiera el hielo. Se refugiaban en el sofá y volaban tan alto como sus sueños, sitiéndose inmortales, al calor del amor, luchándo contra el mundo y las tardes de enero.