miércoles, 21 de abril de 2010

Amor a bocajarro


- Te quiero.

Me lo soltaste así, a bocajarro, sin anestesia ni nada. Tus ojos inmensamente azules se clavaban en los míos, tanto, que me helaba por dentro y, a pesar del calor de nuestros cuerpos enlazados, me estremecí. Nunca antes lo habías hecho, nunca dabas el primer paso, yo solía arrancartelo con una confesión precipitada, jadeánte, cuando estábamos en la cama.

-Te quiero mucho.

Yo estaba mareada, como cuando de pequeña jugaba a dar vueltas y más vueltas hasta que andaba dando tumbos y me caía de culo o me pelaba las rodillas. Y tus ojos seguían mirándome y yo tuve que hundir mi cara en tu pecho para escapar de su penetrante hipnotismo, para poder pensar con claridad absorta en tu olor.

Tu corazón retumbaba en mis sienes, tapándo el resto de sonidos del mundo; saturabas mis sentidos como una buena droga, de esas que te hacen volar alto y sin miedo y yo me perdia en el estupor de tu cuerpo y esas tres palabras.

Al fin, de algún modo consciente de que esperabas una respuesta, mis labios acertaron a articular.

-Yo también te quiero.

Y el mundo despareció entre tus labios.