viernes, 31 de julio de 2009

Acto heroico

Él se siente feliz. Por una vez en su vida, se siente orgulloso de si mismo y piensa que, por fin, puede andar con la cabeza bien alta. Lo ha hecho.

Por una vez, piensa él, sus compañeros lo mirarán con respeto, con una reverente admiración, como la que se siente por los verdaderos héroes. Él, por lo menos, se siente uno. Un verdadero héroe.

Sonríe mientras camina tranquilamente, alejándose despacito de su pequeño momento de gloria. Y piensa en su niñez. Esa infame etapa en la que los demás lo miraban con desprecio, como a un ser inferior, porque arrastraba el lastre de un apellido extranjero, por tener un ligero acento en su casi perfecto idioma del país, por no compartir los mismos rasgos que lo demás.

Piensa en su madre. Ella, emigrando de un país gobernado por una asfixiante dictadura, que marchitó la antaño rica tierra de sus abuelos, fue la causa de su tortura. Se reían de ella, la vituperaban, la humillaban. Ella nunca pudo andar con la cabeza alta y él, por extensión, tampoco. Hasta ahora. No está muy seguro de qué opinaría ella de su acto heroico aunque seguro que sería feliz al verlo henchido de satisfacción.

Mientras va sumido en sus pensamientos, a lo lejos, se escucha la gran explosión. Al instante, silencio. Luego todo es una algarabía de gritos, llantos y llamadas de auxilio. Trata de no pensar en las vidas que se ha llevado. Seguramente, lo merecían. Putos cerdos fascistas. Ellos le recuerdan el motivo de su sufrimiento infantil. Los odia. A todos. Es lo que le han enseñado a sentir.

Sabe que, en unos días, todos hablarán de él y su acto heroico. Eso le gusta. No entiende por qué lo llaman terrorista. Por qué la gente no lo entiende. Él, hijo de una inmigrante española en un país que no le correspondía. Él, un asesino. Él, un etarra.

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